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Gerhard Richter

Ama la libertad y necesita orden. Es una persona tímida y un gran pintor – Gerhard Richter.

13.08.2012
© picture alliance/ZB

Simplemente no deja de acumular récords. Primero fueron casi 10 millones de euros por el cuadro “Zwei Liebespaare” (dos parejas de enamorados). Después fueron 12 millones por “Kerze” (vela). Y en verano de 2011, “Abstraktes Bild – 849-3” (cuadro abstracto) se vendió por unos 15 millones. A Gerhard Richter estas noticias le horrorizan. Él, sin duda el más destacado artista alemán contemporáneo, considera que las disparatadas sumas que se pagan por su arte son “totalmente absurdas”. Por enorme que sea el éxito y por mucho que los coleccionistas, museos y críticos se deshagan en elogios, Gerhard Richter permanece fiel a sí mismo, también a su avanzada edad. Nunca fue de esos artistas enérgicos que catapultan sobre el lienzo lo que se les ocurre en el momento. Richter es reservado y tranquilo. Su respuesta a todo el barullo es pura modestia.

Una vez le visité en Colonia, en su casa, revocada en blanco y sin ninguna ventana que dé a la calle. Así le gusta estar, apartado del resto del mundo. Es un gran pintor y una persona tímida. Se acerca a la puerta con paso ligero, un caballero de pequeña estatura, que sonríe brevemente, carraspea y te conduce hacia su estudio, que olía a pintura, si bien no había ningún pincel ni ningún tubo de pintura y el suelo era gris sin mancha alguna que alterara el orden. Todo estaba guardado, clasificado, bajo control. Esto es también algo que describe el carácter del pintor. Su arte nunca es escandaloso, nunca gesticula, nunca incita miradas ardientes. Uno más bien lo contempla como a través de unas gafas con los cristales empañados, el mundo está cubierto de una fina niebla. Richter prohíbe el acceso directo, también se lo prohíbe a sí mismo. Evitando todo lo que está en primer plano, pronto descubrió la cámara como mirilla para contemplar la realidad. Fotografía y convierte alguna de sus fotos en grandes cuadros al óleo: paisajes, flores, velas y escenas de su familia. A menudo son cuadros intimistas, se percibe la emoción con la que fueron creados, pero sin tolerar sentimentalismos. Richter cubre sus cuadros con una borrosidad que viene a ser un barniz contra malinterpretaciones. Coloca los cuadros en lo impreciso, muestra y no muestra sentimientos.

Esta ambivalencia le cuesta, supone un esfuerzo; le resulta mucho más fácil crear sus obras abstractas. Éstas expresan también sus humores, pero no le obligan a estar tan alerta para evitar una revelación banal sobre sí mismo. En estos cuadros, sus sentimientos están atrapados entre estrías, salpicaduras y copos de colores, algunos parecen hojas de una partitura llenas de picos. De forma semejante a la música, que crea ambientes e inspira narraciones, Richter considera sus abstracciones como una oportunidad para informar sobre cosas que no tienen un objeto material de referencia. A menudo se le califica de camaleónico, que cambia de un método a otro, a veces prueba con el realismo fotográfico y después vuelve a las estrías de colores. Pero Richter no es formalista ni de los que cambian con gusto de moda. Su búsqueda de la expresión adecuada es larga y difícil; sospecha de lo espontáneo y lo exuberante. Para él, el arte es algo serio, algo que habla sobre la verdad. Una verdad que persigue de manera meticulosa y manteniendo una lucha consigo mismo, porque no sabe hacerlo de otra manera.

Nacido en Dresde, no tardó en sentir la llamada de la incondicionalidad y a los 16 participaba en un teatro de aficionados, pintaba decorados y a veces tomaba notas en acuarela. Entonces empezó a sentir ese impulso que ya no le abandonaría. Primero fue pintor de pancartas en una tejeduría, después fue a la Academia de Dresde y recibió una estricta formación tanto en la manera correcta de pintar como en la de pensar. Para los dirigentes de la RDA, el arte era sobre todo propaganda. La doctrina que se imponía era la del realismo socialista y Richter la siguió, pero empezó a dudar de ella después de viajar en 1959 a la documenta de Kassel, en el Oeste democrático, y ver obras de Pollock o Fontana y comprobar la libertad del arte. Esa libertad le fascinó y en 1961 emigró a Düsseldorf y comenzó una nueva vida. En principio, no obstante, una que no era la suya. Durante alrededor de un año daba pinceladas, goteaba, salpicaba sin pararse a pensar, decidido a recuperar todas las experiencias perdidas. Entonces llegó la noche que para él fue un auto de fe, apiló sus cuadros en el patio de la Escuela Superior de Arte cual montón de fracasos y los quemó. Desde ese momento se convirtió en un artista que provenía de la nada, se liberó de todo lo que le podía frenar; se había cumplido el mito de la autonomía moderna. Al menos en eso confiaba Richter en aquel entonces. Quería liberarse para siempre de las constricciones del arte político.

Su primera exposición, no obstante, se tituló “Demonstration für den Kapitalistischen Realismus” (manifestación para el realismo capitalista) y esto ya dejaba claro que no le resultaba fácil desligarse de sus orígenes. Era una especie de carnaval del arte para expulsar a los espíritus invernales de la estética y sacudir la escena artística en Occidente. Sin embargo, Richter se percató en seguida de que él no estaba hecho para los happenings. Le iba tan poco el papel de chamán como el de dandy. Hasta el día de hoy, odia a los artistas que se creen a sí mismos objetos de culto. Puede que sólo les envidie su egocentrismo, puesto que él siempre estaba plagado de escrúpulos, creía que los demás tenían más talento que él y aún hoy sigue estando descontento con sus capacidades. Pero lo que más le molesta de los autocoronados dioses del arte es que convierten sus obras en vehículos de proclamación. En cuanto sospecha la presencia de una ideología, la tentación de seducir a las masas, se retira. No se puede ni quiere librar de lo aprendido en la RDA. De ahí su ponderación, su cautela ante las revelaciones. Richter no quiere imponer una verdad a través de sus cuadros, éstos tienden siempre a un quebrantamiento que es el suyo propio.

Pero él no celebra ese desgarro, lo padece. Se lamenta de la profunda crisis del arte y de la victoria de lo banal. Para él no hay nada más importante que la libertad y, sin embargo, odia la arbitrariedad, la pérdida de toda norma. El arte tiene una misión elevada –en ese sentido, Richter es muy burgués, está marcado por los viejos ideales que aún consideran los museos como oasis de ilustración. Richter quiere autonomía, pero también compromiso; quiere ser libre, pero estar vinculado. Y él vive esta contradicción alemana como ningún otro artista de su generación.

Que las escuelas superiores de arte hoy en día ya no enseñen dibujo, que cualquiera pueda llamarse artista es algo que le molesta. Él trabaja aplicando reglas claras, él sabe perfectamente lo que le corresponde hacer a un artista de la modernidad. Y, precisamente porque siempre intenta cuestionar esas reglas y redefinirlas, le molestan los artistas que se saltan todos los códigos e ignoran la historia del arte. Cuando rompe los tabúes de la modernidad, cuando pinta un paisaje ondulante o un estridente ramo de tulipanes amarillos es siempre para él una exploración de los límites. Sólo se atreve a hacerlo porque se sabe protegido por una sistemática controlada. Su libertad requiere orden, sólo a partir de éste puede aspirar a lo que se desdeña en el arte: a la belleza. Pintar como Vermeer o Velázquez sigue siendo para él un anhelo inspirador, aunque no se permita satisfacerlo. Para eso está la fotografía que puede mostrar todo con mucha mayor precisión y hace superfluo el cuadro pintado.

A veces, sin embargo, la pintura puede más que cualquier foto. La serie de Richter sobre los terroristas de la RAF en Stammheim surgió a partir de fotos, que no cobraron su fuerza polémica hasta ser cuadros. Los de izquierdas le reprochaban el querer expropiar a sus mártires; los de derechas temían que los muertos se convirtieran en objetos de veneración. Los cuadros se convirtieron en pararrayos ideológico sobre el que se descargaban tensiones y eso le gustó a Richter. A pesar de ello, no estaba interesado en repetir. No se considera un pintor politizado o alguien a quien pudiera encargársele un cuadro sobre el tema del terrorismo o de la tecnología genética. En tiempos en los que ya se divisa a lo lejos la tormenta teórica de la documenta 2012, Richter prefiere colgar ocho placas de cristal gris lechoso en su estudio. Podría decirse que practica el arte del silencio.

No le importa que le llamen conservador; le importa la familia y, sin duda, la moral; también se declara gran amigo de los católicos e incluso ha creado una abigarrada vidriera para la catedral de Colonia. No se suma al coro de los creyentes porque la vida le ha inmunizado demasiado contra toda forma de veneración, pero sí se deja llevar por la esperanza de la redención. También ha diseñado ya una cruz, y, si bien, todos vuelven a tomarle por loco, él se mantiene firme. Para él es un símbolo de sus creencias, de su convicción de que el arte puede consolar y elevar, y de que algún día superará todas las divisiones. Y esto tiene mucho más valor para Gerhard Richter que los muchos millones que se pagan por sus cuadros en las subastas.

Hanno Rauterberg es redactor del folletín de la revista semanal “Die Zeit” y autor del superventas “Und das ist Kunst?!” (¡¿Y esto es arte?!).