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La felicidad nos espera en el museo

Casi ningún otro país del mundo cuenta con una tan floreciente oferta de museos como Alemania - y proliferan no solo en las grandes ciudades.

09.09.2013
© picture-alliance/dpa - Museums

Sobre la gran diversidad de la oferta de museos alemanes

No hay ningún otro país en el mundo que sea tan rico en museos, salas de exposiciones y galerías como Alemania, y probablemente en ninguna otra parte del mundo las exposiciones sean más visitadas. Desde la cima del Zugspitze hasta el mirador de las dunas en Spiekeroog, a lo largo de toda la geografía los visitantes encuentran esculturas, pinturas e instalaciones. Y el número de colecciones acerca de la historia cultural, natural y de tradiciones y civilizaciones continúa creciendo. En pocos años se han casi duplicado, a más de 6500. Y hoy ya acude más gente a exposiciones que a los estadios de fútbol. El museo se ha convertido en uno de los medios educativos y bienes de consumo más atractivos. Sin embargo, aún está lejos de ser suficientemente conocido.

¿Quién sabe realmente de la existencia de increíbles tesoros? Por ejemplo, que en Hannover se expone un Botticelli, en Brunswick un Vermeer, o que en Kassel hay una sala completa dedicada a obras de Rembrandt y que incluso la pequeña ciudad de Greifs­wald cuenta con un Van Gogh? La oferta de los museos alemanes es, de hecho, una intrincada maraña, exuberante, llena de flores increíbles y punto de partida ideal para exploraciones. Quién cree que ya conoce toda la historia del arte, que todos los museos del mundo exponen en principio el mismo canon o las meras variaciones de lo mismo, quedará sorprendido. Sólo deberá tener espíritu explorador y viajero. Porque mientras en otros países los mayores tesoros se exponen con seguridad en las grandes ciudades, las riquezas culturales alemanas proliferan ya desde tiempos inmemoriales en rincones apartados. Cualquier príncipe mínimamente ilustrado se entretenía desarrollando su propia colección de obras, muchas veces según criterios arbitrarios. Por eso, pequeñas ciudades como Altenburg, Karlsruhe o Schwerin, pueden presumir hoy de contar con importantes colecciones de arte.

Pero también simples ciudadanos se entusiasmaban con pinturas y esculturas, fundando en el siglo XIX tantos museos y asociaciones artísticas que algunos ya pensaban que los alemanes tenían un gen especial coleccionista. Pero fue más bien la especial historia alemana especial, la que suscitaba en muchos esa pasión: una “nación tardía” buscaba en esas manifestaciones culturales aquellos valores infinitos y comunes que no podían hallar en el campo político debido al fraccionalismo de estados nacionales de aquellas épocas. Los numerosos nuevos museos contribuían a consolidar la autoestima, demostrando que Alemania tenía una historia, y también un futuro, común. Muchos interpretaban estos nuevos museos de arte como lugar del conocimiento o de la aventura estética. Precisamente en Alemania, ya muy pronto hubo coleccionistas privados y directores de museos estatales que abrieron las puertas a la incipiente modernidad, a menudo contra las enérgicas protestas del público en general. En Hagen se creó incluso un museo de arte contemporáneo mucho antes de que se inaugurara el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Y si no hubiera sido por los nazis que expulsaron todo este “arte degenerado” de los museos alemanas, la riqueza del arte vanguardista seguiría siendo hasta hoy algo singular.

Algunas obras se perdieron, muchas otras fueron vendidas o destruidas, y numerosos artistas tuvieron que huir. Hasta el día de hoy la mayoría de los museos sufre las consecuencias de este acto de autodestrucción. Pero esta pérdida tuvo, por más extraño que parezca, también un efecto positivo. Justamente por el hecho de que la modernidad fue perseguida, la nueva República Federal de Alemania se sintió obligada a protegerla. Formatos innovadores de exposición, como la Documenta de Kassel, han despertado la curiosidad del público en general. También coleccionistas, galeristas y directores de museos han apoyado a artistas nacionales y extranjeros, fomentando así un arte provocador y experimental. Sobre todos en las regiones entre el Rin y el Ruhr se crearon durante el periodo de posguerra diversos museos de arte que demuestran que, pese a todo el conservadurismo de la época del “milagro económico”, existía también una resuelta búsqueda de la audacia estética.

Pero el verdadero auge de los museos no comenzó hasta la década de los 1980. Gracias a importantes donaciones de coleccionistas privados, muchas ciudades descubrían que el arte podría ser un factor de atracción de su ciudad, con sus extravagantes edificios y espectaculares exposiciones. La “cultura para todos”, la filosofía que reinó en la “salvaje” década de los 1960, se transformó en la ideología de “eventos culturales para todos”. Al igual que para la televisión, también las cuotas de asistencia se consideraban la medida de éxito para el museo.

Actualmente el arte es un mercado en auge con cerca de 5000 exposiciones especiales al año tan sólo en Alemania, con tendencia creciente. Hoy más que nunca, lo importante es ofrecer grandes nombres y colecciones. Con cada nuevo proyecto, cada nueva fundación, la competencia entre museos se intensifica y cada vez mayor es el deseo de variedad, de muestras especiales. Pero esto no lo pueden ofrecer los “antiguos maestros”. Por lo general, las antiguas obras no resisten largos viajes, no les gusta el aire que respiran miles de personas, y no encajan en la lógica de una sociedad basada en el espectáculo. Y esta lógica no se adapta al museo tradicional. Los antiguos museos se nutrían del silencio, del hecho de que en estos lugares los objetos eran sagrados y eternos. Podíamos apreciar allí lo que ya habían visto nuestros abuelos y que verían más tarde nuestros bisnietos. Era un lugar en el que reinaba la seguridad y la permanencia. Pero hoy justamente la temporalidad es lo que atrae a los visitantes, la promesa de exclusividad, de “por primera vez en la historia” y “nunca más será visto de nuevo”. Sólo el diez por ciento de los visitantes viene al museo para ver la colección permanente, estima el director de la Kunsthalle de Hamburgo.

Es por este motivo, entre otros, que muchos museos son hoy meras salas de exposición. Que un museo investiga, preserva, exhibe y colecciona, mientras que una sala de exposiciones solo organiza muestras, sin necesidad de desarrollar o mantener su propia colección, es algo que parece que se ha olvidado. Algunos museos parecen casi avergonzarse de tener una colección permanente, las esconden para tener espacio suficiente para exposiciones itinerantes.

Pero otras vías son posibles. Cuanto más reducido es el presupuesto, más difícil es encontrar grandes patrocinadores para grandes eventos. Por eso los museos parecen hoy volver a sus orígenes. Poco a poco se impone la idea de que hay mucho que descubrir en aquello que resiste el paso del tiempo, que vale la pena forjar inconfundibles colecciones propias, y que la propuesta de jóvenes artistas puede ser más excitante que una muestra más de Picasso o Warhol. En Berlín, Dusseldorf y Stuttgart ya se ha empezado a poner en práctica este cambio de actitud.

Y para los amantes de los museos: dejemos las sendas gastadas, descubramos la inmensa riqueza que albergan las colecciones permanentes, el lujo de la proximidad al arte y la relación íntima con la obra, algo que solo pueden permitirse los más ricos y que cualquiera puede ver en museos. Muchas veces, ese momento de felicidad nos espera en el lugar menos pensado, en modestos museos. A menudo lo encontramos cuando estamos solos con nosotros mismos, frente a frente con el arte. El momento de felicidad resulta de la sorpresa de ver la increíble riqueza creativa del ser humano, y qué ricos somos de poder contemplarla. Y nos sorprenderemos incluso de nuestra propia sorpresa y comprenderemos al fin para qué existen en realidad los museos.