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El nacionalsocialismo

El final de la cuestión alemana – retrospectiva de un largo camino hacia Occidente: 1933–1945 El nacionalsocialismo.

Heinrich August Winkler, 17.09.2018
El nacionalsocialismo
© picture alliance/akg-images

Hitler no accedió al poder gracias a una gran victoria electoral, pero no habría llegado a ser Canciller del Reich si en enero de 1933 no hubiera estado al frente del partido más fuerte. En las últimas elecciones al Reichstag de la República de Weimar, celebradas el 6 de noviembre de 1932, los nacionalsocialistas habían perdido dos millones de votos con respecto a los comicios del 31 de julio del mismo año, en tanto que los comunistas sumaron 600.000 votos más, alcanzando la cifra mágica de los cien mandatos en el Reichstag. El éxito de los comunistas (KPD) atizó el miedo a una guerra civil, y ese miedo pasó a ser el aliado más poderoso de Hitler, sobre todo entre las élites del poder conservadoras. A su intercesión ante Hindenburg debió Hitler que el Presidente del Reich le designara, el 30 de enero de 1933, Canciller del Reich al frente de un gabinete mayoritariamente conservador.

Para afianzarse en el poder durante los doce años del Tercer Reich no le bastó con dirigir el terror contra cuantos defendían otras ideas. Hitler se ganó el apoyo de gran parte de los trabajadores porque, gracias fundamentalmente a la coyuntura armamentista, logró reducir el desempleo masivo en tan solo unos años. E incluso logró mantener ese apoyo también durante la Segunda Guerra Mundial, porque, debido a la explotación despiadada de la mano de obra y de los recursos de los territorios ocupados, consiguió que las masas alemanas no sufrieran carencias como las soportadas en la Primera Guerra Mundial. Los grandes éxitos de la política exterior durante los años previos a la guerra, empezando por la ocupación de la Renania desmilitarizada en marzo de 1936 y la “Anschluss” (anexión) de Austria en marzo de 1938, aumentaron la popularidad de Hitler en todos los estratos de la población hasta límites insospechados. El mito del Reich y su misión histórica, de lo cual Hitler supo servirse magistralmente, surtió efecto sobre todo entre las capas cultivadas. El “Führer” (caudillo) carismático necesitaba su colaboración para lograr su objetivo de que Alemania llegara a ser definitivamente una potencia ordenadora europea.

Hitler no había ocultado su antisemitismo en las campañas electorales de principios de la década de los treinta, pero tampoco lo había colocado en primer término. Entre los trabajadores, cuyo apoyo estaba muy disputado, tampoco se habrían obtenido muchos votos con semejantes consignas. Los prejuicios antijudíos estaban muy difundidos en las capas ilustradas y pudientes, así como entre los pequeños industriales y los campesinos, pero se repudiaba el “antisemitismo vocinglero”. La privación de derechos que sufrieron los judíos alemanes en virtud de las leyes racistas de Núremberg, de 1935, no suscitó oposición porque se respetó la legalidad. Los violentos disturbios de la llamada “Noche de los cristales rotos”, el 9 de noviembre de 1938, fueron impopulares; en cambio no lo fue en modo alguno la “arización” de propiedades judías, una enorme “redistribución” patrimonial. Sobre el Holocausto, el exterminio sistemático de los judíos europeos en la Segunda Guerra Mundial, trascendió más de lo que hubiera querido el régimen, pero el saber conlleva también el querer saber, y en la Alemania del Tercer Reich, por lo que se refiere a la suerte corrida por los judíos, faltó esa voluntad de quitarse la venda de los ojos.

El desmoronamiento del imperio pangermánico de Hitler en mayo de 1945 significa en la historia alemana una ruptura mucho más profunda que la caída del Imperio en noviembre de 1918. El Reich (Imperio) como tal siguió existiendo tras la Primera Guerra Mundial. Después de la capitulación incondicional al final de la Segunda Guerra Mundial la potestad de gobierno y con ella la facultad de decisión sobre el futuro de Alemania pasó a las cuatro potencias de ocupación, a saber, los Estados Unidos de América, la Unión Soviética, Gran Bretaña y Francia. A diferencia de lo ocurrido en 1918, en el año 1945 la cúpula política y militar fue derrocada y, en la medida en que permanecieron con vida, sus integrantes acabaron en el banquillo; los juicios se celebraron ante el Tribunal Militar Internacional de Núremberg (procesos de Núremberg). Los terratenientes de los territorios al Este del Elba, la élite del poder que más contribuyó a la destrucción de la República de Weimar y al advenimiento al poder de Hitler, perdieron sus propiedades por la cesión de los territorios orientales más allá del Odra y el Nisa, que quedaron bajo administración polaca o respectivamente, en el caso del Norte de Prusia Oriental, bajo administración soviética, y por la “reforma agraria” en la zona de ocupación soviética.

Después de 1945 las leyendas de la inocencia de Alemania y la puñalada por la espalda apenas tuvieron eco. Demasiado evidente resultaba que la Alemania nacionalsocialista había desatado la Segunda Guerra Mundial y solo pudo ser vencida desde fuera. Tanto en la Primera como en la Segunda Guerra Mundial la propaganda alemana había presentado a las potencias democráticas occidentales como plutocracias imperialistas y el orden propio, por el contrario, como máxima expresión de la justicia social. Después de 1945 hubiera resultado totalmente absurdo reanudar los ataques contra la democracia occidental: el precio que se había pagado por despreciar las ideas políticas de Occidente era demasiado elevado como para que una vuelta a las consignas del pasado tuviera visos de éxito.