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Acompañantes en tierras extrañas

El gran número de refugiados en Alemania ha hecho surgir muchos proyectos espontáneos de ayuda.

17.03.2015
© Stefan Maria Rother - Mudar El Sheich and Rafael Strasser

Cada plato tiene un significado diferente, dice Mudar El Shaij. “Kabsa”, pollo con arroz, cardamomo y canela, le recuerda las noches de los viernes en el círculo familiar. Le parece que hace una eternidad que cenaban juntos en la casa de sus padres, en Alepo. La guerra los lanzó a los cuatro vientos: a Suecia, Turquía, Dubái. El Shaij cocina ahora en el barrio de Kreuzberg, en Berlín. A veces, kabsa. No sabe como en casa, pero por lo menos hay gente aquí que quiere compartir la comida con él. Y que se interesa por los recuerdos que en él despierta.

Junto a él en la cocina se halla Rafael Strasser, ingeniero económico, de 29 años como El Shaij, que trabajaba en Siria como docente de árabe. Strasser ha dado vida, con amigos, al proyecto “Cocinar más allá del borde del plato”. El grupo organiza cursos en los cuales los refugiados preparan especialidades de sus países junto con los participantes. “Quienes cocinan juntos, comparten algo”, dice Strasser. Para El Shaij, con una barba rojiza y una cicatriz en la frente, los cursos son “como una ventana, así aprendo a conocer mejor Alemania.”

Mudar El Shaij es uno de 202.834 refugiados que solicitaron asilo en Alemania en 2014. Particularmente la violencia en Siria e Irak obligó a muchas personas a abandonar su patria. Es un gran desafío para las autoridades que dan trámite a sus solicitudes y las ciudades que los albergan. En poco tiempo deben poner a disposición viviendas y organizar nuevas estructuras. Pero también se mueve algo más allá del apoyo estatal. En muchos lugares, ciudadanos ofrecen espontáneamente su ayuda solidaria.

A algo más de 500 kilómetros de Berlín, en un antiguo pabellón industrial en Essen: aquí arriban refugiados que necesitan algo más básico que una conversación en la cocina, por ejemplo, calzado adecuado. Mir Atiqullah Mirzad tiene puestas solo zapatillas deportivas de verano. Afuera la temperatura no pasa de 0 grado, los caminos están cubiertos de nieve. Mirzad, afgano, de 26 años, está en Alemania solo desde hace un par de días. En su país trabajó para una empresa estadounidense. Por eso fue amenazado, le dice a Benjamin 
Melzer, que lo acompaña por pasillos entre estanterías con zapatos y ropa. Mirzad encuentra un par de botas de invierno, 
casi nuevas, y prueba la derecha. Es el 
tamaño correcto.

En la salida, Melzer hace una marca en la lista de vales de Mirzad e intercambia algunas palabras con él. Melzer creó la “Tienda social”. En realidad, Melzer, de 34 años, solo quería entregar un cochecito para niños a los refugiados, pero en la ciudad no había un lugar central para hacerlo. Llamó a la alcaldía y finalmente esta puso a su disposición un pabellón junto un albergue de emergencia para refugiados. A través de Facebook llamó a amigos y conocidos a participar. Ahora reparten ropa y calzado de lunes a viernes de 11 a 13 horas. Como Essen es solo una estación de paso para los refugiados, la “Tienda social” tiene siempre nuevos “clientes”. “Al comienzo no fui consciente de las dimensiones que adquiriría esto”, dice Melzer.

Lo mismo le pasó a Barbara Scherer. Cuando llegó por primera vez al albergue para refugiados “Bayernkaserne”, un antiguo cuartel, en Baviera, la pediatra solo traía consigo una caja de plástico amarilla con medicamentos: jarabe contra la tos, supositorios, antibióticos. El consultorio de Scherer se halla cerca del albergue, uno de los mayores de Baviera, con espacio para 1200 refugiados. Muchas de las personas que huyen a través del Mediterráneo a Europa y llegan a Alemania atravesando Italia, España o Grecia, arriban aquí. En 2014 fueron a veces más de 400 por día. Cada vez más a menudo, familias de refugiados iban al consultorio de Scherer. Entonces, la médica decidió ir ella misma al albergue.

La caja amarilla se halla aún en un rincón del consultorio que puede utilizar hoy allí. En la camilla está sentada Alexandra, de Nigeria, de cinco años. “¿Shall we look into your ears?”, le pregunta Scherer, al tiempo que toma el otoscopio en sus manos. Scherer es una mujer alegre, con cabellos rubios rojizos y una encantadora sonrisa. Los niños la aman. La revisión termina pronto. Scherer descubrió solo una pequeña hernia. Nada grave. Al consultorio vienen también niños con enfermedades infecciosas peligrosas, como tuberculosis. Niños mudos y sordos. Niños con graves minusvalías, que no habían visto un médico nunca antes. “El trabajo es hermoso y estremecedor”, dice Scherer.

Muchos médicos de las inmediaciones atienden hoy en el albergue. Además fundaron una asociación, “Refudocs”, y cooperan estrechamente con el Gobierno de la Alta Baviera. Los “Refudocs” son un ejemplo de cómo la ayuda espontánea adquiere continuidad. Hoy ya existen horarios de servicios y los médicos han equipado un centro de atención en un edificio dentro del recinto del albergue, con recepción y cuarto de espera. Colegas de otras ciudades preguntan ya cómo funciona el modelo.

“¿Por qué lo que funciona aquí no puede funcionar también en otro lado?”, se pregunta Mareike Geiling. Con “aquí” se refiere Geiling, de 28 años, a su piso compartido. Cuando se marchó a El Cairo con una beca del Servicio Alemán de Intercambio Académico, su cuarto quedó libre durante nueve meses. Geiling y los otros compañeros de piso decidieron alojar a un refugiado de Mali, de 39 años. Su alquiler lo financian con donaciones de amigos y familiares.

 

Luego de dar a conocer su idea en Internet y ofrecer ayuda a los habitantes de otros pisos compartidos para hacer lo mismo, recibieron cientos de respuestas. No es sencillo, sin embargo, poner un cuarto 
a disposición de un refugiado, porque 
las regulaciones legales se diferencian mucho de ciudad a ciudad. Actualmente viven en pisos compartidos doce refugiados. La convivencia en su propio piso compartido, constató Geiling en una visita de vacaciones, no se diferencia mucho de la de un piso compartido “normal”: “Nos sentamos alrededor de la mesa en la cocina y conversamos, salimos a pasear juntos, vamos a fiestas”. Es más un intercambio que una ayuda, es un encuentro al mismo 
nivel: muchas iniciativas definen así su compromiso.

El caso de Ines Gebert y Kahsay Berhane es similar, pero, no obstante, diferente. En un mundo mejor, Berhane, que estudió técnica farmacéutica y tiene cuatro años de experiencia como farmacéutico, Berhane le llevaría incluso cierta ventaja a Gebert. Pero Berhane, de 30 años, no viene de un mundo mejor, sino de Eritrea. Cuando habla sobre su país lo hace en voz baja. Hay que esforzarse para oír lo que dice. Su relato trata del poder de los militares, de detenciones arbitrarias y de la muerte no aclarada de su hermana. En 2011 huyó a Etiopía, luego a Sudán, a Libia y finalmente a Europa. El periplo le llevó dos años y pagó 8000 dólares a intermediarios.

Ines Gebert, de 21 años, nació en Freudenstadt, Selva Negra. Estudia farmacia en la Universidad Goethe, en Fráncfort del Meno. Ambos se conocieron a través del “Academic Experience Worldwide”. La razón de ese proyecto: muchos solicitantes de asilo tienen altas cualificaciones y trabajaron en sus países de origen como médicos o abogados. Las organizadoras, dos estudiantes, de la Universidad Goethe, quieren aprovechar ese potencial. Su idea: poner en contacto a refugiados académicos con estudiantes alemanes de la misma carrera.

Gebert y Berhane forman uno de 15 “tándems”. Berhane tiene grandes objetivos. Quiere mejorar sus conocimientos de alemán lo más rápidamente posible. Por eso propuso que en sus encuentros semanales se hable solo alemán. Gebert ayudó a Berhane a redactar su currículum vítae y llamó a hospitales que buscan personal farmacéutico. La respuesta fue siempre la misma: la cualificación profesional de Berhane es buena, pero sus conocimientos de alemán son aún insuficientes.

Gebert estudia muchas horas al día y le queda poco tiempo libre. Pero igual quiso participar en el proyecto de tándem. Muchos jóvenes hacen lo mismo. Se trata de la generación de la que a menudo se dice que sólo quiere autorrealizarse y que su compromiso político y social no va más allá de un clic de “me gusta” en Facebook. Pero en realidad es un importante factor en la ayuda a los refugiados.

No son, sin embargo, solo los jóvenes quienes se comprometen. El movimiento de ayuda y sus motivos son vastos. Unos actúan a partir de su compromiso como médicos. Otros, porque en la vecindad viven refugiados. También convicciones políticas y la fe religiosa pueden ser los impulsos determinantes. Además de las iniciativas de base existen desde hace décadas también ofertas de ayuda de las Iglesias. Organizaciones de defensa de los derechos humanos apoyan asimismo sostenidamente a los solicitantes de asilo. Importante es que existan, sin embargo, condiciones marco. No todos los refugiados dan con una persona que los ayude individualmente. Günter Burkhardt, director de la ONG “Pro Asyl”, ve en las nuevas iniciativas un valioso aporte. “El compromiso privado puede desempeñar un importante papel en la integración de los refugiados”, dice. A menudo, los “viejos” y los “nuevos” ayudantes se apoyan mutuamente. La “Tienda social” de Essen, por ejemplo, coopera con Pro Asyl y proporciona contactos cuando es necesario.

Ya sean autoorganizadas o en el marco de estructuras, muchas personas que ayuda tienen otro motivo: la experiencia con la huida y los desplazamientos forzados. Para muchas personas en Alemania es parte de su historia familiar. Luego de la Segunda Guerra Mundial, millones de alemanes debieron abandonar su terruño. Por eso, las imágenes de los refugiados despertaron también en personas mayores el deseo de ayudar. La ayuda es un proyecto suprageneracional. Y uno en el que participan seres humanos de diversos orígenes.

Bassam El Aydi recuerda muy bien su arribo a Alemania hace más de 21 años. Ya el segundo día, el palestino se perdió en las calles de Ludwigshafen. Cuando oscureció le hizo señales a un auto que casualmente pasaba. Era un auto de policía. El Aydi les mostró a los agentes un papel con su dirección. Los policías le explicaron el camino. Pero Aydi no entendió ni una palabra. Finalmente lo llevaron hasta allí.

Bassam El Aydi, hoy de 50 años, tuvo suerte. Y la familia Abbara tiene a Bassam El Aydi. Hay mucho que solucionar: con las autoridades, la escuela, el municipio. El Aydi, que participa en una iniciativa ciudadana, pregunta diversas cosas a los refugiados. A veces corre sus gafas sobre su cabeza y analiza concentradamente un documento. Akram Abbara sabe entonces que se trata de algo importante. Él no entiende mucho, solo habla árabe.

La familia Abbara viene de Homs, en Siria. Inmediatamente después del comienzo de la guerra civil huyó a Libia. “Debíamos marcharnos”, dice Akram, el padre, como disculpándose, “por los niños”. Aya, la menor, tiene nueve años de edad. En la escuela, en Schriesheim, debe comenzar en la primera clase. También su hermano Mohamad Oday, de 12 y Maya, de 14, aprenden poco a poco alemán.

En Libia se quedaron cuatro meses, siempre con la esperanza de poder volver. Cuando también allí se sintieron amenazados, continuaron la huida hacia Europa. En Homs, dice Abbara, trabajó como profesional manual. Aquí debe esperar y confiar en otros. Se ve que duerme mal. También a su esposa se la ve nerviosa. Se levanta a menudo de la silla, trae más té. Tiene la esperanza de que El Aydi les consiga una vivienda más grande. La actual es demasiado pequeña para cinco personas.

Bassam El Aydi hace de traductor, consejero y a veces debe también consolar a la familia. Esta deberá esperar aún por la nueva vivienda, dice, luego de colgar el teléfono. Poco después suena el timbre. Es un vecino del barrio. Viene a buscar a los niños para ir a patinar sobre el hielo. ▪