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El nuevo papel de Alemania en Europa

Alemania no quiso asumir necesariamente mayor responsabilidad en Europa luego de la reunificación, pero esta recayó sobre el país por diversas razones.

18.06.2015

En el verano/otoño boreal de 1990 concluyeron las negociaciones Dos más Cuatro y el 3 de octubre de 1990, los dos Estados alemanes entonces existentes se unificaron. Desde entonces, la cuestión alemana ya no está abierta: la República Federal de Alemania reconoció vinculantemente en el marco del derecho internacional sus fronteras orientales conformadas por los ríos Oder y Neisse, fue superada la división del país en dos Estados y dejó de existir en el medio de Europa la frontera entre los pactos militares occidental y oriental, la OTAN y el Pacto de Varsovia.

En 1990 y mucho tiempo después, cuando se querían evaluar las transformaciones políticas ocurridas desde el otoño de 1989, se miraba sobre todo hacia atrás. Esa mirada retrospectiva estaba marcada por un sentimiento de gratitud y alivio: la Segunda Guerra Mundial pertenecía definitivamente al pasado y con la caída del Muro de Berlín había sido eliminado un régimen fronterizo que una y otra vez había puesto de manifiesto el carácter provisional de la paz en Europa. 
La Europa geográfica podía entonces ser reordenada también políticamente.

Con la solución de la “cuestión alemana” y la superación de la división europea desapareció también una zona conflictiva de la política mundial, que hasta pocos años atrás había tenido una particular virulencia en la sucesión alternada de rearme y más rearme. En lugar de posicionar nuevos cohetes se comenzó un rápido proceso de desarme. Las Fuerzas Armadas de la URSS se retiraron de Europa Central, Estados Unidos redujo su presencia de tropas en Europa Occidental, las Fuerzas Armadas de Alemania pronto disminuyeron sus efectivos a menos de la mitad. Era comprensible entonces que, en esas circunstancias, la mirada al futuro no fuera absorbida por la mirada hacia el pasado. Qué papel desempeñaría Alemania en Europa en el futuro no era tema que ocupara a la opinión pública alemana. La mirada hacia adelante se agotaba en la perspectiva de que el pasado pertenecía definitivamente al pasado.

Nadie reflexionó sobre el futuro papel de Alemania en Europa y el mundo también debido a que muy pronto después de la unificación, los alemanes estaban ocupados sobre todo consigo mismo: la integración económica de los nuevos Estados federados en el este era considerablemente más dificultosa de lo esperado, ya que las instalaciones productivas de la antigua República Democrática Alemana (RDA) revelaron ser mayormente obsoletas. Los problemas económicos se transformaron en tensiones sociales. A fines de los años 1990, Alemania estaba considerada el caso problemático de Europa, con el que había que tener consideración, por ejemplo, en cuanto a la deuda pública. Que Alemania pudiera presentarse un día en Europa como “modelo” en cuando a política fiscal y equilibrio presupuestario era entonces inimaginable. Y con la introducción del euro pareció que, con el abandono del marco alemán, la República Federal de Alemania perdía su hasta entonces más importante medio de poder en su relación con las otras economías europeas.

Todo parecía ir por una buena senda en dirección a Europa, más teniendo en cuenta que los alemanes, como país con mayor población dentro de la UE, eran los que más estaban dispuestos a integrarse a una Europa unida. El problema era que en el ínterin Europa había cambiado y que, cuanto más países pasaban a formar parte de la Unión, más lejana pasaba a ser la meta de los “Estados Unidos de Europa”. Lo que en la “Europa de los seis” de los años 1960, compuesta por Francia, Italia, la “vieja” Alemania Federal y los países del Benelux, parecía posible, con las rondas de ampliación hacia el sur, el norte y el este, pasó a ser un políticamente imposible. En la euforia de la unificación europea, sin embargo, nadie lo quiso tematizar. El debate identitario, finalmente llevado a cabo en relación con un probable ingreso de Turquía a la Comunidad Europea, se transformó en una pseudodiscusión. Tiempo hacía ya que la Unión Europea era tan grande y heterogénea que mal podía hablarse de una identidad común. Poniendo a otro en la posición del extraño, se sugería, sin embargo, poseer una identidad que en realidad no se tenía.

En el debate sobre el eventual ingreso de Turquía a la UE se hizo como si aferrarse a una cuestionable identidad europea constituyera un límite contra una infinita ampliación del proyecto europeo. Con la marginación de Turquía se generó la impresión de que la UE estaba basada en una cultura política común. Así dejaron de ser tema las divergencias político-culturales y la heterogeneidad socioestructural del espacio de la UE. No fue sino la crisis del euro, en los años posteriores a 2008, la que acabó con esa ilusión: las líneas divisorias y las contradicciones dentro de Europa ya no pudieron ser pasadas por alto y se planteó abiertamente la pregunta de cómo abordarlas. Con ello surge inevitablemente también la pregunta acerca del papel de Alemania en Europa. Se quiera o no, Alemania es, por sus recursos y capacidades, el único país que puede mantener cohesionada a una Europa heterogénea y amenazada por fuerzas centrífugas. Con ello queda esbozado el nuevo papel de Alemania en Europa y el mundo. En Europa, Alemania debe mantener cohesionada a la Unión y en el mundo, asegurar que la economía europea no sea marginalizada por el ascenso económico de Asia Oriental. Pero no lo puede hacer sola. Otros países deben ayudarla. Alemania, sin embargo, debe ser el actor principal en el grupo de aquellos países que acometan esa tarea.

Pero, ¿no sería eso tarea de las instituciones europeas? ¿De la Comisión Europea, del Parlamento Europeo o, en caso de ser necesario, del eurogrupo? ¿No fueron fortalecidas en los últimos años, sobre todo el Parlamento, para asumir justamente esas tareas y reducir la influencia de las rondas intergubernamentales de jefes de Gobierno y ministros de los países de la UE? Esa era en todo caso la idea. El resultado fue, sin embargo, todo lo contrario. El euro como moneda común fue concebido como un proyecto para hacer que el espacio conjunto europeo fuera experimentable para todos. Se lo logró, pero simultáneamente, como consecuencia de la crisis fiscal en los países del sur, el euro llevó a un renacimiento de los resentimientos nacionales que nadie hubiera tenido por posible. Eso tiene que ver también con que en la crisis, las expectativas de la gente no se dirigen a la “lejana” Europa, sino a los “próximos” Gobiernos nacionales.

En el apogeo de la eurocrisis, el revalorizado Parlamento Europeo no desempeñó prácticamente papel alguno, sino que las decisiones se tomaron en las rondas intergubernamentales. Lo mismo sucede con respecto a la cuestión de si Gran Bretaña continúa siendo miembro de la UE o si la abandona. No es una cuestión que se decida en Bruselas o Estrasburgo, sino que se negocia, en cuanto sea necesario, directamente entre Berlín y Londres. Se lo puede lamentar, porque contradice profundamente el proyecto europeo. Pero eso no cambia nada el hecho de que Alemania es en la UE el actor que, a través de concesiones o la defensa de los tratados, puede mantener a Gran Bretaña dentro de la Unión o, si el precio de ello es demasiado alto, dejarla partir. Aquí se repite lo que ya pudo y puede observarse en la crisis de deuda estatal en Grecia: las crisis son las que ponen de manifiesto la robustez o debilidad de las instituciones. Y en las crisis de la UE, de las que los problemas financieros de Grecia y las tendencias a la salida de Gran Bretaña son solo las más visibles, las instituciones europeas demostraron no ser capaces de abordarlas. Están construidas para el “funcionamiento normal”, para administrar a Europa en tanto no surjan grandes problemas y las cuestiones abiertas puedan ser resueltas por consenso. 
No bien deja de ser el caso, el poder se desplaza y los Gobiernos nacionales vuelven a desempeñar nuevamente el papel 
principal.

La estabilidad de la UE en las recientes crisis tiene, sin embargo, también que ver con que, para el caso de que las instituciones genuinamente europeas se vean superadas, existe un segundo nivel, al que pueden trasladarse los procesos europeos de negociación y toma de decisiones. La UE posee una profunda estructura institucional con grandes capacidades para abordar crisis. Contra ella se estrellaron hasta ahora todos los pronósticos de división de Europa y fracaso del euro. En esa profunda estructura institucional, Alemania es el ancla. Y eso significa que cuanto más frecuentemente su producen crisis en Europa y cuanto más tiempo duran, más claramente se destaca el nuevo papel de Alemania. Con esa visibilidad, las decisiones del Gobierno alemán están sin duda más 
expuestas a ataques. El papel de Alemania se transforma en objeto de discusiones políticas. Esa es la segunda nueva 
experiencia de los alemanes: que el papel alemán en Europa no solo está en primer plano, sino que también provoca controversias.

¿Cómo se llegó a eso? No puede decirse que Alemania haya querido asumir ese papel, ni las élites, ni menos la población en general. El encanto del proyecto europeo residía justamente en que quitaba la carga de tener que asumir tareas de liderazgo político. Uno se ponía en segunda fila y dejaba que otros asumieran la responsabilidad. Alemania pisaba algo más fuerte en cuestiones de política económica, sobre todo porque, en vista del propio poderío económico, no era probable que fuera objeto de críticas. Todo un ramillete de procesos sacó a Alemania de esa cómoda situación y la llevó a una posición en la que es vista y criticada.

En primer lugar está el gran peso económico del país como consecuencia de la reunificación. Debido a los procesos de adaptación económica en los nuevos Estados federados, al principio no se vio. Con la irrupción de la eurocrisis, sin embargo, quedó en evidencia. Alemania sola aporta más de un cuarto al producto de la eurozona y, correspondientemente, son grandes también los riesgos fiscales que debe asumir en los programas de apoyo destinados a los países endeudados. Con eso ocupa necesariamente la posición decisiva en la fijación de las condiciones de la ayuda. Como esas ayudas conllevan grandes riesgos para el propio presupuesto y en el país se elevaron voces de protesta en relación con la política de salvación del euro, el Gobierno debe poder explicar a la población el objetivo y la sensatez de las medidas. En el país se debió hablar del interés alemán por Europa y su economía, siendo esas expresiones registradas con atención por los socios europeos. Los tiempos de poder esconderse y tomar influencia desde la segunda fila pertenecen al pasado.

La eurocrisis no solo hizo visible el peso económico de Alemania, sino también la heterogeneidad socioeconómica de Europa. Con la ampliación hacia el sur y el este ingresaron a la UE países cuyo poderío económico y bienestar están muy distantes del centro europeo. La idea es que se vayan aproximando paulatinamente a ese centro. Se partió de que el proceso sería largo y de que sería apoyado por la experiencia de un gradual acercamiento. Pero la crisis del euro hizo trastabillar esos planes. La perspectiva de la aproximación es 
contrarrestada por la experiencia de un creciente distanciamiento. La conflictividad de las estructuras europeas, antes mantenida a raya por las expectativas de futuro, irrumpió, exigiendo por ello un accionar político más decidido de 
Alemania en el escenario europeo. La nueva situación hizo 
surgir protestas y reprobaciones. Pronto, algunos intentaron utilizar la historia, concretamente la de la Segunda Guerra Mundial, a favor de sus propios intereses. El proyecto iniciado para superar las causas y consecuencias de esa guerra se transformó en escenario de su instrumentalización política.

No solo el desnivel socioestructural de la periferia europea es responsable de los problemas económicos y fiscales de Europa. A ello se agregan la falta de dinámica económica en Francia e Italia, los otros dos grandes socios fundadores, de los que en principio era de esperar que desempeñaran un importante papel en la conformación de un núcleo europeo que ayudara a mitigar la heterogeneidad de la UE. Por diferentes razones políticas, ambos países no se unieron, sin embargo, al proceso de reformas con el que Alemania se preparó para afrontar los desafíos de la economía global. La consecuencia es que el papel y la posición de “potencia central” recayeron solo sobre Alemania. Eso no cambiará en los próximos tiempos. Pero también está claro que Alemania necesita apoyo y ayuda para poder abordar esas tareas. Candidatos son algunos pequeños países contribuyentes netos que están dispuestos a ello.

El nuevo papel de Alemania no es solo el resultado de desplazamientos de pesos dentro de Europa, sino que también se debe a la influencia de actores no pertenecientes a la UE. Rusia y Estados Unidos desempeñan en ese contexto el papel central. En cuestiones para ellos importantes y simultáneamente delicadas buscan el contacto, al margen de la UE, con el actor europeo más destacado, para acelerar negociaciones y estructurar previamente sus resultados. De esa forma, el nuevo papel de Alemania es reforzado por factores externos. Es una posición que Alemania, por razones de necesidad objetiva, no puede rechazar, pero con la que debe actuar en forma particularmente cuidadosa y discreta, para no desatar más críticas a su preponderancia. Quizás sea válido también en este caso lo que vale para la relación entre las instituciones europeas y la toma de decisiones a nivel intergubernamental: en el funcionamiento normal, Alemania puede (y debe) cederle el paso a los representantes europeos; en constelaciones difíciles y crisis, eso no será posible. Debe partirse de que los periodos de funcionamiento normal de la UE serán en el futuro más infrecuentes y las crisis, más habituales. Por eso, mucho no va a cambiar en los próximos tiempos en cuanto al nuevo papel de Alemania. Eso exigirá mucho tacto del Gobierno alemán y de la población, un considerable espíritu europeísta. ▪

El PROF. DR. HERFRIED MÜNKLER

es uno de los más renombrados politólogos e historiadores alemanes de las ideas. Ejerce la docecia en la Universidad Humboldt de Berlín.