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Nacido en 1964

Éramos gente despreocupada y bien capacitada, y éramos muchos. Sobre el mayor año de baby-boom en la Alemania de posguerra.

17.01.2014
picture-alliance/dpa - Porsche 911, 1964
© picture-alliance/dpa - Porsche 911, 1964

Cuando al fin nací, en octubre de 1964, mis padres creyeron que el mundo debía saber de mi existencia y anunciaron mi nacimiento en el “Bochumer Anzeiger”. Pensaban que habían hecho todo bien, pero quedaron decepcionados. Porque en la edición de fin de semana de ese periódico había muchos otros niños nacidos 
con el nombre de Stefan. Ya había pasado la moda de los Andreas y Bernd, pero no la de Ulrich y Dirk, y empezaba de nuevo la moda de los “Michael”, pero mi madre creyó ingenuamente que su pequeño terreno para 
Stefan estaría protegido. Pero no había más terrenos protegidos, porque nuestra generación inundó el país: nosotros, los nacidos en 1964, la generación del baby-boom de la posguerra alemana. Casi 1,4 millones de personas. Cada mes nacía el equivalente a una ciudad del tamaño de Siegen. Podríamos haber llenado todos los 18 estadios de la Bundesliga hasta el último asiento. Y los de segunda división también. En 1964 nacieron, por ejemplo, Jürgen Klinsmann, Ben Becker, Hape Kerkeling y Linda de Mol, aunque puede ser que haya habido años más prodigiosos.

En 1975, cuando empecé la secundaria, había 44 escolares en mi aula. Cada rato alguno tenía que salir a buscar más sillas. Otros tres compañeros de mi clase se llamaban como yo. Llamarse Stefan tenía la ventaja de no tener que ponerse uno nervioso por tener el mismo nombre que el profesor de física “Stefan”. Y tenía el inconveniente de que uno se sentía constantemente aludido sin estarlo. A los que se llamaban Dirk, Ulrich y Martina les pasaba lo mismo. Se nos confundía, desde el primer momento. Ninguno de nosotros se llama Marcel-Leonhard o Laura-Chantal. Crecimos con hermanos mayores y hermanas menores. Debajo de los árboles de Navidad cargados de oropel nunca había regalos para un solo hijo. Ninguno de nosotros podía desarrollar el sentimiento de ser alguien exclusivo en el mundo. Y eso fue nuestra suerte.

¿De dónde vienen? y ¿por qué bloquean 
ustedes todos los empleos interesantes? Es lo que nos preguntan de repente los de la “Generación Crisis”, jóvenes académicos que pasan de un contrato temporal a otro y no encuentran un puesto fijo. En la revista “Stern” estas víctimas nos miran con gesto de reproche, o en el “Spiegel“, en todas partes escuchamos la misma recriminación: ¿Por qué ocupan ustedes tanto espacio? 
Cada vez que una nueva generación de jóvenes intenta iniciar su carrera profesional 
se repite este debate y el tono es cada vez más duro. También nosotros fuimos hijos de la crisis, pero nos burlábamos de ella, o la esquivábamos trabajando de taxistas. 
No nos tomábamos tan en serio la vida y 
tal vez hayamos sido recompensados desmedidamente por nuestra ignorancia. Pero permítanme que cuente la historia desde 
el principio.

Cuando yo llegué al mundo, era un sábado por la tarde, en la televisión daban “Bonanza”, la serie de televisión con el gordo Hoss. En realidad no lo sé exactamente, pero me imagino que éste era el programa porque cuando yo era pequeño lo único que había eran programas como “Daktari” o “Sport­schau“. Es importante mencionar esto porque de lo contrario no se entiende por qué nosotros nos acostumbramos a pensar que todo tendría un final feliz. Claro que más adelante, cuando nuestros discursos fueron más políticós, se hablaba del apocalipsis, pero sin creer que sucederería. Nuestros 
héroes, el Che Guevara, Tarzán o Bruce Lee con su garra de la muerte, ya conseguirían impedir al final la catástrofe.

Éramos muchos y mucho hemos sufrido el hacinamiento, como el sofocante hacinamiento del dormitorio de los niños o el liberador hacinamiento de los estrechos bailes en fiestas. Nosotros no podíamos encontrar novia por Internet. Tomábamos decisiones sin investigar antes online. No planificábamos nada y salíamos de viaje sin conocimientos previos. Éramos lo contrario de la “Generation World Wide Web”. Llevábamos una vida al estilo alemán sin cuestionarla. Estábamos cerca unos de otros sin quererlo. Y cuando necesitábamos una red de contactos, llamábamos a la puerta de la casa de amigos.

Cuando la mayoría de nosotros completó el bachillerato, allá por 1983, o en 1984 como en mi caso, una dura palabra se leía en los periódicos: la “avalancha de académicos”. “Ustedes quedarán todos desempleados“. Cada uno de los que nos matriculamos en una universidad para carreras como literatura, historia u otra especialidad aparentemente inservible, oyó al menos una vez esta frase. “Ustedes quedarán todos desempleados.“ Esa era la opinión de los orientadores vocacionales en 1964. Nosotros escuchábamos esa frase pero no podíamos concebir que aquello sucedería. Éramos las víctimas de la precariedad más alegres del mundo. Nos dejábamos llevar como manada de animales de un curso a otro, nos recostábamos plácidamente sobre las praderas delante de los centros universitarios sin preguntarnos continuamente: ¿Cuál es el próximo paso en mi carrera? Ya la palabra carrera en sí nos parecía ridícula. Nos faltaba el sentido de la ansiedad, tal vez porque éramos tantos.

Éramos los hijos de los hijos de la guerra, los hijos sin preocupaciones de padres preocupados, y si alguna vez un investigador quisiera estudiar a nuestra generación, debería primero abrir un mapa de Alemania de 1964 y marcar todos los lugares donde las personas estaban construyendo entonces su primera casa. Vería que el mapa estaría lleno de puntos negros, en un país lleno de cubos de cemento y tejas para techos, en una Alemania que creía en un final feliz. No hay nada mejor en un país destruido para difundir optimismo que un llanto de un 
bebé que superaba el ruido de una hormigonera. Éramos los niños de las obras de construcción de Alemania, los frutos de una confianza al principio cautelosa y finalmente incontenible. Veíamos muchas cosas por primera vez: los crujientes pollos de los restaurantes de la cadena Wienerwald, las enormes copas de helado en los cafés del norte de Italia. Éramos los niños que íbamos incómodamente sentados en la parte de atrás de los escarabajos Volkswagen cuando nuestros padres cruzaban por primera vez en su vida los Alpes y llegaban a Italia, la tierra soñada, donde podríamos comprar una pequeña botella de coca cola con cuatro pajillas.

En las fiestas de nuestros padres se fumaba mucho, y los paquetes de cigarrillos de 
Stuyvesant, Lord o HB no contenían advertencias para la salud. Los años 70 llegaron en general sin folleto explicativo de los efectos secundarios. Cuando terminamos el 
bachillerato, llenamos de orgullo a nuestros padres. Nadie de nuestra familia lo había conseguido antes. “Ustedes deben llegar a ser algo mejor que nosotros“. Éste era el único deseo de nuestros padres, tan honesto, tan humilde, tan simple que no podía objeto de un conflicto generacional.

Los de la generación del 68 afirman que 
cazaban como en manada y se amaban como en manada. Y muchos hoy ni siquiera saben qué es una manada. Los miembros 
de la generación del 68 viven de un bello sueño. Y nosotros somos “El día después”. Nuestros conceptos proceden de los años 70 y principios de los 80, y han crecido, sin que nunca hayan supuesto un gran riesgo político. Universidad de masas. Desempleo masivo. Escuela integral. Universidad integral. 
Cada vez que una palabra entraña algo masivo, tiene que ver con nuestra generación. Nuestros conceptos obligaban a políticos a construir edificios, y no a derribar sistemas. Éramos chicos bien educados y lo somos hasta hoy. Éramos la lejana retaguardia de los combatientes y solo nosotros habíamos alcanzado la magnitud de tropa ideal para la lucha contra sistemas, pero no creábamos nada simbólico, ni siquiera un pequeño Woodstock.

Nuestra Uschi Obermaier se llamaba Suzi Quatro. Compensaba su falta de conciencia política con su abominable voz. Escuchábamos sus LP en inmensos equipos de música que parecían ataúdes aplanados y que nos habían dado a la edad de 14 años como regalo de confirmación. Por eso los protestantes teníamos un poco de compasión por los católicos, cuya mayor festividad era 
la comunión, a la edad de 10 años. Para 
el equipo de música era muy temprano. Nuestras máximas fantasías de violencia llegaban hasta los roqueros de pelo largo de Deep Purple, que durante un recital en el bien educado Japón lograron que el público rompiera hasta la última silla. Cuando desapareció Deep Purple, llegó afortunadamente AC/DC. A la optimista década de los años 70, a la época de nuestra infancia y juventud, le debemos nuestra capacidad de creer. Es por eso que nos ataca a 
veces la nostalgia. Los años 70, como nosotros los vivimos, fueron sin duda un pequeño golpe de suerte en la historia.

En realidad, no hay mucho que decir acerca de nosotros. Increíblemente poco que contar. Cumplimos años de vez en cuando, y 
nada más. En 2014 cumplimos todos cincuenta. Y a nuestras fiestas de cumpleaños vendrá un centenar de personas. ▪